“De todos modos, la impactante realidad es que las potencias más poderosas y las tecnologías más sofisticadas han resultado incapaces de frenar la expansión mundial de la covid-19, enfermedad causada por el coronavirus SARS-CoV-2, el nuevo gran asesino planetario.”
Ignacio Ramonet, “La pandemia y el sistema-mundo” Le Monde diplomatique, 25-IV-20.
¿Qué ha pasado? Han pasado muchas cosa, principalmente una crisis sanitaria de alcance mundial nunca vista. Quizás no tan mortífera como otras (la mal llamada gripe española se llevó por delante la vida de más de 50 millones de personas), pero sí espectacular en sus resultados como “hecho social total”: confinamiento de casi toda la población mundial, y crisis económica de proporciones no conocidas.
Ni las mejores distopías (la más acertada, la película Contagio, 2011, Steven Soderbergh) lo pudieron imaginar, y como dijo S. Kubrick,”la realidad supera a la ficción”.
Pero hay un efecto de carácter mental sobre el que me parece necesario reflexionar. Desde la Ilustración y el Racionalismo, con su materialización en el progreso tecnológico, vivimos en un mundo donde su sentido común está atravesado por la idea de “todo bajo control”, incluso en la incontrolabilidad que él mismo produce y producía (U. Beck, La sociedad del riesgo global,1999).
Nuestro optimismo tecnológico, nuestro orgullo como sistema económico (incluida la hegemonía del sistema capitalista, ahora ya bajo la doctrina neoliberal) iban avanzando con la petulancia de quién se sabe sin contrincantes. Y si los había eran residuales, fuerzas intelectuales y sociales marginales siempre próximas al pensamiento mágico y con tentaciones a retornar a tiempos pasados: el ecologismo era una de ellas.
El título del documental de Al Gore La verdad incómoda (2006) era muy lúcido, y nos enfrentaba a ese “riesgo residual” que niega el “conocimiento del desconocimiento” (Beck, 1999), convencidos como estábamos de nuestras seguridades y de nuestras fortalezas. Nuestras sociedades basadas en un consumo continuado y creciente, como único motor de nuestro modo económico, necesitaba la garantía de que todo iba bien y que todo estaba bajo control, excepto aquellas crisis necesarias para reactivar el sistema (la “destrucción creativa” de Schumpeter), siempre bajo el paraguas del darvinismo social, es decir que pringaban los más débiles.
Eran básicas las certezas: el mantra de que el sistema económico necesita seguridades legislativas, políticas, y sociales para poder avanzar. Y ese mantra era trasladado a la población, con la única salvedad de que su seguridad dependía de no hacer tambalear las “seguridades” del sistema: los ricos siempre tenían que tenerlas garantizadas. Y la seguridad es básica para un sistema basado en el crédito y no en el ahorro: dábamos incentivos continuados a nuestros ciudadanos para su endeudamiento, y desincentivábamos el ahorro: lejos ya de la mentalidad de nuestros bisabuelos que seguían la parábola bíblica de las siete vacas flacas y las siete vacas gordas: “guarda para cuando no haya”.
Y esa seguridad era la confianza en la economía (a pesar de sus sustos), la confianza en el progreso tecnológico (para todo hay o habrá en breve una solución), la confianza en el sistema sanitario y en la ciencia médica (morirse era un accidente). Quién mejor lo explicaba era la publicidad, ese mundo que insidiosamente y continuadamente alimenta ese mantra de que todo tiene arreglo, que todo es reversible, que ese constipado se arregla en media hora gracias al medicamento infalible: “que un resfriado no te frene”.
Esa era la idea: que nada nos frene. Ya en el 1972 nos resultó insultante el título de aquel informe coordinado por D. Meadows: Los límites del crecimiento.
Esta es nuestra verdad incómoda: hay límites, físicos, intelectuales, materiales. No lo sabemos todo, no controlamos todo (típico mantra adolescente), estamos sobre un sólo planeta expuestos a riesgos globales. Hemos entrado de lleno en la época de la incertidumbre, y sólo aceptando esta condición, podremos como especie gestionar nuestros riesgos, unos riesgos ante los cuales la prudencia, la humildad y la fraternidad son las condiciones morales básicas para afrontarlos.
Y sabiendo que podemos fracasar.